sábado, 9 de julio de 2016

La complejidad de la sencillez

Dijo Leonardo da Vinci: “La simplicidad es la sofisticación suprema”.

Lo genial de trabajar con alumnos desde los 2 a los 60 años es que ves todos los pasos, los peldaños de la escalera de la interpretación. Desde la perspectiva de un profe (al menos desde la mía), esa escalera se compone de problemas, más que de logros.

Quizás yo sea una persona que se centra en lo negativo, o quizás esto sea sencillamente así: avanzar en la interpretación consiste en ir superando dificultades. En los primeros años puede ser superar la inhibición y la vergüenza, quizás para la mitad de las personas. Luego controlar básicamente el cuerpo y la voz. Después aprender a interpretar con organicidad, con verdad y concentración, superada ya la fase del teatro como (solo) juego. Entrando en la adolescencia, curiosamente, es habitual que haya que volver a desinhibirse, una vez que los cuerpos y las voces han cambiado, y se ha tomado conciencia de la existencia de los sexos e incluso han surgido los primeros flechazos.



Pasada esta segunda desinhibición empieza lo serio: los alumnos adolescentes viven en un mundo de hormonas, sentimientos, pasiones, tristezas y alegrías desgarradoras. Algunos, también, en un miedo paralizante, que el teatro puede ayudar a vencer. A partir de este punto ya se puede trabajar en serio: organicidad, cuarta pared, escucha escénica, verdad, compromiso emocional…. las actrices ya están preparados para construir personajes, escenas, para vivirlas de verdad.

En esta última fase, que en función del talento de cada uno puede durar de 2 a 450 años, el abanico de dificultades a las que le tocará enfrentarse a la alumna se va haciendo cada vez más particular, más concreta y específica en función de la personalidad de cada uno. Algunos tienen facilidad para la emoción pero no pueden contenerla en escena. Otras no encuentran la conexión directa entre sus emociones y su cuerpo y tienen dificultades para sacar el cerebro de la ecuación. Otros nunca florecerán en esta fase por falta de disciplina y cultura de trabajo, que en este punto ya es imprescindible. Curiosamente cuanto mejor actor o actriz se haya sido en la infancia, y sobre todo cuantas más veces se le haya dicho a la persona que tiene talento, menos probable es que sea capaz de realizar los esfuerzos y sacrificios que exige seguir avanzando. Quizás por eso haya tan pocos genios: porque los que tienen talento suelen tener dificultades para esforzarse en desarrollarse y los que son capaces de trabajar, en muchos casos, tenían menos facilidad de partida. Por supuesto hay quien reúne todo. 

Pero volviendo a las dificultades que hay que superar para llegar a ser intérprete, hay un elemento común que veo en casi todas mis alumnas y en general en la mayoría de los actores (por supuesto me incluyo): la complicación excesiva. Hay algo dentro de nosotros que nos lleva a querer “complementar” nuestras interpretaciones: queremos sentimientos más complejos, máscaras corporales más complicadas, creemos enriquecer nuestra interpretación añadiendo capas extra. Gran error, pequeñas.

No importa lo complejo que un personaje o texto o situación sea, el trabajo del actor es simplificar, limpiar, pulir y quitar todo lo que pueda. Chéjov usaba mucho la expresión “encarnar al personaje”, pero también (y una vez conseguido eso) hay que “descarnarlos”, dejarlos en los huesos. Hace pocos días pusimos “Yerma” en escena, en un trabajo exquisito de 7 jóvenes actrices y actores. Todas las actrices se repartían el papel de Yerma haciendo cada una varias escenas. Lo maravilloso de esa actuación fue que vimos el corazón de yerma, su páncreas, en cada momento. Todavía hay margen de mejora, porque el talento humano es infinito y sólo necesita ir quitándose limitaciones para estallar en luz.



Cualquiera con talento para la cocina sabe esto: el plato necesita exactamente los ingredientes que necesita. Ni más ni menos. Intentar arreglar un mal plato echándole especias a lo loco solo conseguirá estropearlo. Lo mismo pasa con la interpretación.

Lo simple es bello, poderoso, subyugante. Un personaje sencillo es más comprensible, para el público es más fácil empatizar con él, abarcarlo y verse reflejado en alguna de sus facetas. Todos somos Yerma, todos somos Hamlet, todos somos Hannibal Lecter en un momento u otro, pero para que podamos reconocernos en alguna de sus facetas debemos verla con sencillez y potencia, desnuda en la medida de lo posible.



El problema, el reto, es que la simplicidad da miedo. Muchos actores creen que tienen que exhibir su talento, demostrar todo lo que saben hacer, y se sienten empujados a enriquecer y aportar elementos creyendo que eso los dejará en mejor lugar. Igual que un actor tiene que aprender a respetar los silencios, a vivirlos y llenarlos, necesita reunir el valor para hacer menos de lo que sabe hacer, sólo lo necesario. 

Todo esto es fundamental en teatro, y absolutamente crítico en cine y televisión. Por eso las técnicas interpretativas son distintas para uno y otro medio.

Próximamente escribiré sobre las mejores técnicas para aprender a interpretar, y podrás ver que la Meisner (que enseño en mis cursos de interpretación para la cámara) está orientada a esta búsqueda de la sencillez.

1 comentario: