domingo, 23 de octubre de 2016

Organicidad: verdad dramática y postureo

En teatro (y en cine, literatura y otras artes) utilizamos el concepto de "suspensión de incredulidad". Consiste en el esfuerzo consciente del espectador para suprimir total o parcialmente las reglas del mundo real cuando ve una obra de teatro o película, o lee un libro. Por ejemplo, si veo el musical "Cats" acepto que los gatos hablan y que tienen una forma casi humana. Rebajo mi nivel de escepticismo y acepto unas cuantas convenciones como parte de un código.


Por supuesto, hay obras de teatro, películas y libros en los que esta suspensión es mínima o inexistente, porque reflejan un mundo casi real y similar al del espectador.


Ahora bien, al margen de las reglas de la lógica, la física o la historia que estemos dispuestos a cancelar o suavizar, el espectador seguirá exigiendo, para contactar con el hecho artístico que consuma, poder creer a los seres que le den vida. Siguiendo con el ejemplo de "Cats", el espectador aceptará que un gato hable, pero no aceptará que el actor cambie de forma de hablar, o que sus emociones parezcan (o sean) falsas o que sus actos sean incoherentes con su personalidad.


Esta diferencia entre lo que es verdad y lo que se percibe como suficientemente verdadero nos llevó a crear el término "orgánico" para definir aquello (ya sea una conducta, una entonación, un gesto, un personaje entero...) que es coherente con su propia realidad y se percibe exteriormente como verdadero o real, una vez aislado del nivel de realidad contextual del montaje teatral que lo contiene.


Por tanto, el objetivo de la actriz en escena es encarnar a un personaje de manera que cada gesto y palabra sean verdaderos, aunque el conjunto del personaje sea incompatible con la verdad del mundo real del espectador.


Para lograrlo, es fundamental que, mediante una técnica interpretativa (Layton, Strasberg, , Meisner o Stanislavsky serían algunas de las más orientadas a lograrlo) sea capaz de reconocer en otros la organicidad (detectar mentiras en el cuerpo y la voz) y, sobre todo, en sí misma.


Es muy difícil llegar a actuar con naturalidad verdadera siendo uno mismo, entre otras cosas porque conocerse ya es bastante complicado, y exponerse añade otra dificultad que para muchos es un obstáculo importante.


Por si todo este proceso de autodescubrimiento, encuentro del propio sentido de la verdad y su posterior aplicación a la encarnación de personajes os resulta demasiado sencillo ;-) en este curso recién empezado, en el que estoy acompañando a cerca de 100 seres humanos de los 9 a los 60 años a superar con vida este proceso, cada vez se me hace más patente una verdad asombrosa: las personas no somos orgánicas ni fuera del escenario.


Todos vivimos protegidos por máscaras e impostaciones, representamos papeles (el de profesional, el de buen hijo, el de profesor...) y tenemos manías y gestos y posturas elegidos por nosotros mismos que no son verdaderos, no son del animal que habitamos sino del mundo de la razón psicológica (y por tanto, en gran medida, falsos).


El otro día una de mis alumnas más brillantes (a la que algún día veremos recoger un Óscar, a poco bien que le vaya) me preguntó sobre esto, y en un curso intensivo en el que profesionales de un campo distinto de la interpretación se introducían por primera vez en estos vericuetos otro alumno planteó casi literalmente la misma pregunta: ¿cómo puedo gestionar la paradoja de que al intentar ser yo mismo en un escenario me descubro siendo una máscara impostada, un personaje que habito 24 horas al día y que resulta natural en mí, pero que al ser sometido a la prueba de la técnica se demuestra falso e inorgánico? O sea, que para ser orgánico y veraz no basta con que intente ser yo mismo en escena (que ya es bastante difícil) sino que debo ser aún más natural de lo que soy yo mismo en mi vida.


Mi respuesta es parecida siempre que se me pide consejo al respecto: las máscaras, los personajes que usamos en la vida forman parte del contrato social, sirven para modelar y controlar al animal interior y satisfacen también nuestra necesidad de sentirnos únicos (en teatro se ve muy bien, cuando los actores se desprenden de sus máscaras autoimpuestas, como todos los humanos somos tremendamente sencillos y parecidos). Uno elige llevarlas o no en su vida (tras haber hecho varios años de terapia, también aconsejo ahora que intenten desprenderse de máscaras en la vida, pero eso es otra película), pero tiene que ser capaz de quitárselas en escena.


Resumo, que ya me he vuelto a enrollar más de lo debido: como ser humano, uno puede llevar máscaras, tener gestos, elegir sus posturas físicas y definirse como quiera. Como artista debemos poder trascender nuestro propio yo, nuestras miserias y limitaciones, y renunciar a lo que creemos que es nuestra personalidad (pero que en realidad sólo es forma exterior) para encontrarnos como seres humanos y animales mucho más reales, verdaderos, hermosos, empoderados y chachis desprendidos de todo postureo. Así podremos "formatearnos" para poder ser cualquier personaje, sin dejar de aportar nuestra "yoiedad" interior.