lunes, 20 de febrero de 2017

Aprender teatro: huir hasta encontrarse

A menudo atiendo a alumnos, de todas las edades, que vienen a la escuela Dinámica Teatral porque quieren empezar a hacer teatro.

Siempre les pregunto qué buscan, qué les ha movido a dar ese paso, y la respuesta suele ser más bien banal: creo que se me dará bien, siempre me ha apetecido... Es una pregunta que te hace un señor con pinta de ser poco simpático en quien todavía no confías. Cuando en las clases va naciendo esa confianza, sin embargo, es habitual descubrir que lo que les atrae de la interpretación es encarnar a otras personas, vivir otras vidas. En cierto modo, muchos quieren (queremos) huir de su propia persona: de sus circunstancias vitales por un lado pero, aún más, de su propia experiencia vital.

Es cierto que el teatro o el cine (practicarlos mucho más que consumirlos) le dan eso a una persona. Además del acto catártico (y casi terapéutico) de vivir miedos ajenos (que en el fondo son propios), penas ajenas (id.), alegrías ajenas (id.)... "Homo sum, humani nihil a me alienum puto" (Soy un humano, y nada humano me es ajeno), que dijo (me lo recuerda la Wikipedia) Publio Terencio Africano; además de eso hay un sentimiento de descanso, la paz de quien se quita el disfraz propio (que no siempre le es cómodo) y se pone otro por un momento.

Si uno hace un teatro "hacia afuera", un teatro de representación, centrado en mostrar al exterior emociones, personalidades y vivencias, la cosa quedaría en eso: en vivir experiencias ajenas y salir de mí mismo por un rato (con objetivo similar, por tanto, que las drogas, aunque de una manera mucho más constructiva).

Sin embargo, cuando enfoca la interpretación como una exploración interior, como un viaje al interior de su propia personalidad (lo que, por cierto, suele conllevar un viaje a la personalidad de todos los demás) se produce una gran sorpresa: yo vine aquí para huir, para olvidarme de mí y perderme un rato; pero lo que encuentro es además un conocimiento íntimo sobre mí y los demás, una comprensión orgánica y práctica de mis (y sus) emociones, de mis (y sus) estrategias. De mí, y de todos.

Puede que este sea el mayor regalo que el teatro, que la interpretación, puede darte: conocerte a ti y a los demás. Casi nada. Y veo con mis ojitos muy a menudo como jóvenes y no tan jóvenes ajustan en positivo sus expectativas: vinieron al teatro para huir, y se pronto se descubren buscándose, enfrentándose, explorándose para encontrarse y, en el camino, encontrar a todos los demás.

Cada vez que pasa eso es uno de los mejores momentos de mi vida, y doy gracias todos los días a mis alumnos (o mejor, debería hacerlo, aunque mi poco evidente timidez me lo haga difícil) por el valor de vivir ese enfrentamiento y el honor que me hacen de dejarme participar en ese acto mágico y trascendental, íntimo pero expuesto, en el que un ser se hace consciente de su existencia y se asoma con curiosidad a su interior, en un proceso que sólo puede conducir a la autoaceptación (y de los demás), y a veces al autoenamoramiento (y de los demás).

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