domingo, 6 de noviembre de 2016

Teatro: lógica difusa

La lógica difusa supuso un avance muy importante para las matemáticas, y aún diría que para la filosofía. Es la ciencia que estudia cómo pensamos en realidad: la ciencia del más o menos, del instinto, de lo aproximado. La que usamos para determinar que una montaña es más alta que otra sin necesidad de conocer el dato numérico exacto de sus metros sobre el nivel del mar.

El teatro, como todo lo humano, como todo lo artístico, no puede ser aprendido (ni aprehendido) con una lógica lineal y absoluta, con precisión concreta. Debemos acercarnos a él con ojo del "buen cubero", sin exigir una causalidad milimétrica. No hay método científico, solo modelos aproximados, herramientas y esquemas que me aproximan a una verdad difuminada e inexacta que solo puede entenderse con el corazón.

Esta capacidad de hacer cosas sin entenderlas es un desafío para muchos de los que tenemos una mente analítica, lingüística y lineal, frente a quien posee una mayor capacidad de abstracción, de conceptualizar y generalizar y puede sentirse cómodo en medio de algoritmos poco claros, de cálculos imprecisos.

Fue mi caso. Hace muchos años fui la pesadilla del mejor profesor de teatro que alguien puede tener (Mariano Gracia, allí donde estés te pido humildemente perdón). Yo no estaba preparado en aquel momento para esta verdad que os expongo aquí, ni tenía las herramientas para moverme en esta lógica. Él intentaba contagiarme sensaciones, trasladarme procesos que eran una receta de cocina, imprecisa y con margen para la improvisación cada vez que se prepara el plato. Yo le exigía una fórmula química: gramos, temperaturas, ingredientes exactos. Y esa pretensión es un ancla en un proceso, el de la interpretación, que no es reproducible, que no puede pasar de unos a otros como un traje hecho a la medida de todos, sino como una túnica de tamaño y forma flexibles, que cada uno debe vestir adaptándola a su cuerpo, a su frío, al color de sus ojos.

Viéndolo con la perspectiva de los años, me puedo permitir ahora un punto de vista externo para juzgarme entonces, y llego a algunas conclusiones sobre mis razones que comparto como aviso para navegantes (y navegantas) que puedan encontrarse ante los mismos acantilados.

En mi caso (que puede no ser el tuyo) el motor que me empujaba a la precisión absoluta como guía vital (porque esto no era un problema entre el teatro y yo, sino entre el mundo y yo) era el miedo. Así de fácil. Así de difícil. Yo crecí en un hogar con un altísimo nivel de neurosis, con un trastorno obsesivo compulsivo contagioso y contagiado, en el que todo parecía peligroso, cada margen de error se veía como un abismo de dolor garantizado y cada imprecisión parecía exponer carne al cuchillo. Y así crecí con algo que yo entendía como amor por la lógica y la verdad de las matemáticas, cuando en realidad, ahora lo sé, era miedo a la física aplicada, la real, en la que cada dato es una suposición y las leyes solo son teorías a la espera de una refutación o una precisión en el futuro.

Las técnicas teatrales, la interpretación son psicología y son magia, son terrenos para el caos y la lógica difusa, en los que cada concepto es redefinible, cada proceso tiene que ser adaptado, cada esquema mental, idea, percepción, sensación y emoción son del momento.

Un amigo querido tiene tatuada la frase más bonita que he leído (en su caso aplicada a sus hijos): "Todas las hojas son del viento". El teatro es arte vivo, en el que cada idea es del viento, cada pensamiento es del momento actual y de cada árbol volarán en un momento distinto y en una dirección que no puede ser predicha ni calculada.

Quienes aprendimos a pensar en números, en conceptos claros y axiomas tenemos que hacer un trabajo de preparación antes de cada improvisación, de cada escena, de cada clase: la de suspender las reglas de la lógica y disponernos al caos, a una batalla sin resultado ni desarrollo conocido, a bailar sin coreografía, sin normas ni juicio, sin sentido de la estética.

En definitiva, para estudiar y trabajar en el teatro hay que quitar la red, agarrarse al trapecio y llamar a una ambulancia: cagarla durante el proceso (incluso al final) está en el menú lo queramos o no, y coger la calculadora para mezclar senos y cosenos, gravedades y rozamientos del aire esperando que eso nos salve es absurdo. Mejor balancearse, perder el miedo, y confiar en mis ojos, mis manos y mis tripas, que saben lo que hay que hacer y no tienen razones para traicionarme. Abandonarme a mi cuerpo y mi corazón y mi alma y desconectar el cerebro casi del todo, dejando sólo los sistemas básicos de control que me sirvan para susurrar imágenes, para conjurar impulsos y guiar a la bestia que, poco a poco, tengo que aprender a dejar salir.

Y así, del caos, nacerá esa bestia bella y terrible, a la que, poco a poco, dejaré de temer. Mi Yo.

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