viernes, 30 de septiembre de 2016

El ego: profesor amante vs. alumno creciente

¿Te sorprende el uso que hago de los géneros femenino y masculino en mis posts? Lee mi declaración sobre lenguaje inclusivo.

Como artista, toda actriz sufre en ocasiones una ruptura fundamental: tiene que desaparecer en parte como persona para dejar espacio al personaje que encarna en escena o ante la cámara. Esto puede parecer más o menos fácil (para muchos es imposible), pero es que además se complica con otro matiz: si desaparece por completo, si olvida su ser durante la interpretación esta no será veraz (no hay verdad escénica donde no hay verdad humana del ejecutante) ni artísticamente interesante (¿qué aporta un artista si no incorpora su cosmovisión a su expresión artística?).

Pues para un profesor de interpretación, esta problemática es aún peor. Te lo cuento enseguida.

Los profesores de interpretación solemos ser actores, algunos con una experiencia o actividad profesional y otras con algún pasado más o menos cercano o, al menos, una historia de amor con el teatro, el cine o la televisión.

Eso, casi por definición, supone que tengamos una relación extraña con nuestro "ego", con nuestra autoimagen o nuestra percepción de nosotros mismos. Todas las actrices que conozco son diferentes (entre sí y respecto a ser humano medio) en cuanto a cómo y cuánto se aman a sí mismas. Unos por defecto y otros por exceso de amor o enamoramiento casi lujurioso de sí mismos, todos los que acabamos sobre las tablas de un escenario parecemos tener mal ajustado el termostato de nuestro amor propio.

Hablo por mí, ahora, claro, al confesar que en parte soy actor porque percibo poco y mal el amor de los que me rodean, tengo sordera emocional, y necesito a menudo dosis de un amor grande y poderoso, el de un aplauso por ejemplo, que sea imposible de no escuchar, para que llegue a recargar mi patatita con una dosis de bella energía amorosa.

El reto para quien se pasa al lado oscuro de la pedagogía teatral, es que en una clase el ego del profesor no tiene cabida, es un impedimento que lleva siempre al desastre, a perder al enseñante y a los enseñandos. El rol protagónico que en otros contextos pedagógicos puede tener quien comparte su conocimiento superior es incompatible con el aprendizaje de un arte en el que las alumnas deben aprender a protagonizar, a decidir, tienen necesariamente que encontrarse a sí mismas como artistas (difícil) y como seres humanos libres de la opresión de las convenciones sociales y todo lo aprendido del mundo (extremadamente difícil).

Acompañar al alumno, ya tenga 2 o 100 años, en ese camino de autodescubrimiento, en ese despojarse voluntariamente de los prejuicios, autojuicios, límites y miedos que como sociedad le hemos impuesto como parte del contrato social exige una profesora capaz de sacarse de la ecuación, de enseñar sin trasladar sus propias ideas, sus planteamientos personales y artísticos. Todo arte es, además, básicamente subjetivo, y algunas de las mejores alumnas son peleonas, respondonas, guerreras que buscan probar su acero. Ahí una maestra de esgrima tiene que ser capaz de retar y sostener la pelea sin miedo a llevarse un tajo y también de golpear con dulzura para sacar a su joven "padawan" de su zona de confort humana sin traspasarle un ojo ni acabar con su maravillosa unicidad.

Por todo lo anterior, y como conclusión, quisiera lanzar una alerta a navegantes: ojo con los profesores estrella, con las encantadoras de serpientes que envenenan a sus alumnos con amor buscando el aplauso que quizás ya no tienen en las tablas, y que centran sus esfuerzos en forjar una relación de admiración desigual e injusta, olvidándose en el camino de que el protagonista es el alumno, y que aprovechar sus necesidades emocionales puede ser más rentable como profesional que vive de las cuotas que este paga, pero que sin transferencia real de conocimiento y sin crecimiento artístico y personal del pagador, no hay teatro, arte, pedagogía, ni futuro.

Para que veáis el poco ego que tengo yo como profesor, remato el post hablando de mí mismo, y pongo a mis alumnos por testigos: los quiero a todos, a muchos con locura, pero no les doy en clase el amor y el cariño que nos haría a todos amigos. Les doy disciplina, conocimiento y mi verdad desnuda, y libertad para mostrar la suya y ánimo para ser valientes, con lo que me gano quizás más respeto que amor, en contra de lo que me gustaría a mí, pero a favor de su crecimiento, que es el objetivo al que dedico cada hora de mi vida.

No hay comentarios:

Publicar un comentario