sábado, 31 de agosto de 2019

Protagonista o antagonista: una elección (o no)


Toda escena teatral debería contener un conflicto. Si no, aunque cumpla una función estética o estructural dentro de la construcción dramática, tendrá poco interés y disipará el interés del público.

En el trabajo con la técnica Layton, y con el objetivo de preparar a las actrices para la vivencia de conflictos en escena, se simplifica la estructura básica de una escena a la siguiente estructura: hay un protagonista (que quiere cambiar el status quo, la situación de partida) y un antagonista (que se opone a ese cambio). A veces, además, uno o los dos personajes tienen también conflictos internos, que les hacen, al menos en cierta medida, tener razones para oponerse a la que es su postura inicial.

Duelo a garrotazos (Goya)
Duelo a garrotazos (Goya)



Pongo un ejemplo: dos personajes descubren por sorpresa que están enamorados  (el amor siempre es a primera vista, aunque a veces ‘veamos’ por primera vez a alguien a quien ya tratábamos). Sus distintas circunstancias personales, para darle interés a la historia, hacen que uno de los dos quiera agarrarse y avanzar en esa emoción, mientras que la otra parte querría acabar con ella. Ya tenemos un conflicto principal, interpersonal, en el que uno pedirá ‘amémonos’ mientras que la otra parte negará. Además, el antagonista, que se opone a cambiar la situación de partida (digamos que eran amigos, por ejemplo, y quiere mantener esa relación), vive un conflicto interno, ya que, estando enamorado, habrá una parte de él que sí querría cambiar la relación.

Claro está que las escenas, como las situaciones vitales, son a menudo más complejas que este modelo ‘básico’. A veces los dos personajes quieren cambiar la situación inicial pero en direcciones diferentes, por ejemplo.

A la hora de trabajar, intento que mis alumnas vivan ambas posturas para que puedan desarrollar las distintas ‘sensaciones’ que, en escena como en la vida, genera estar en una u otra. 

La del antagonista, por ejemplo, resulta mucho más cómoda: le basta con no aceptar ni permitir que el protagonista cambien la situación actual, así que podríamos decir que en caso de ‘empate’ (solo con que el protagonista no sea capaz de convencerle u obligarle a aceptar el cambio) ya ‘gana’ la batalla, en el sentido de que logra su objetivo escénico.

El protagonista, por otro lado, necesita encontrar una gran fuerza motora que le lleve a pelear denodadamente contra las razones del antagonista para no querer el cambio: a obligarle o engañarle, a la persecución de  un deseo, en fin, que requerirá de estrategias, motivación, capacidad y deseo de lucha muy superiores a las del antagonista.

Cierto que también cuenta con alguna ventaja. Por ejemplo, lo que yo llamo el Síndrome del Antagonista Amable: los humanos estamos genética y socialmente condicionados para querer colaborar, si es posible, con el resto de personas, sobre todo las ya conocidas e incluso amadas. Debido a eso, mis alumnas, cuando antagonizan, suelen desplegar una paciencia y unos buenos modos ante los ‘ataques’ o estrategias del protagonista, que fuera del contexto de un ejercicio teatral uno vería poco natural. ‘¿Por qué no le manda a la mierda?’ es una pregunta que me viene a menudo a la cabeza cuando veo a un protagonista insistir una y otra vez, rompiendo las normas de la buena educación y traspasando fronteras como el chantaje emocional e incluso ciertos niveles de violencia física y verbal que parece poco normal que el antagonista reciba repitiendo una y otra vez con un cariñoso ‘Lo siento, pero no’ en lugar de con una defensa más furiosa.

Hasta aquí la explicación ‘técnica’ sobre estos conceptos, perdón si ha sido un poco larguita. Ahora viene la ‘chicha’ en forma de algunas reflexiones que he ido acumulando en mi trabajo con esta técnica (y en la observación empírica de mi conducta y las de mi entorno):

Parece que, de algún modo, hay una cierta tendencia natural en cada persona a vivir uno de los dos papeles. Es como si algunas actrices y personas necesitaran ejercer la fuerza protagónica, mientras que otras se sienten mucho más cómodas (a veces limitadas) al antagonismo perpetuo. Hay muchas razones posibles para esto, os cuento algunas (y os invito a que añadáis en los comentarios de este post las que se os ocurran o vuestra vivencia). 

La más habitual, a mi entender, es la ya mencionada diferencia de dificultad, comodidad y esfuerzo que requieren una y otra postura. Personas con bajos niveles de energía, poco ‘peleadoras’ (no necesariamente poco luchadoras) tienden a refugiarse en la mayor facilidad de la parte antagónica y ‘vaguear’ un poco cuando se ven en la otra postura. A estas personas les digo, por experiencia personal y observación en terceras, que en general (y como ocurre tantas veces en otros ámbitos) nuestro sentimiento de preferencia por la tareas más fáciles y menos costosas suele enmascarar el miedo al fracaso, que leemos como pereza en un intento por aceptarnos mejor y conservar nuestro ego intacto. Y les invito, por tanto, a salir de la puñetera zona de confort y a correr el riesgo mayor de ‘perder’ cada conflicto a cambio de ganar confianza, seguridad y capacidad de luchar. 

En otros casos, la preferencia por el antagonismo tiene que ver con un miedo más o menos consciente al conflicto, a la pelea, a la discusión. Hay muchas razones que pueden explicar este miedo: personas educadas con demasiado rigor para evitar los vaivenes emocionales o la posibilidad de enfadarse; otras que ven el conflicto como un fracaso evitable, bajo la equivocada (en mi opinión) idea de que la única pelea que se gana es la que se evita. A estas personas les invito a abrirse a la posibilidad de que, en escena y en la vida, se estén dejando limitar por características personales, como la timidez o el deseo de agradar, por ejemplo, hasta el punto de dejarse manejar e incluso pisotear para evitar situaciones que parecen incómodas pero que son, por suerte o desgracia, inevitables a largo plazo. Antes o después tendrás que exponerte a la posibilidad de ser rechazada por los demás o parte de los demás, a hacer el ridículo e incluso a sufrir el desprecio o el odio de personas cercanas o no tan cercanas a las que les gustabas mucho más cuando simplemente te dejabas llevar y seguías la (su) corriente. La buena noticia es que esta mierda engancha. He visto crecer vitalmente a muchas alumnas, dar pasos de gigante en su maduración, cuando han probado la ‘sangre’ luchando por algo que sentían como un derecho o que sencillamente necesitaban, a costa de pelear lo que hiciera falta. Cuando uno se permite la ira (que es la emoción que sostiene la firmeza y la asertividad, sin que necesariamente eso signifique ser violento o borde) descubre que a su entorno pasa a resultarle mucho menos cómoda su existencia, porque tienen que empezar a respetar los límites y necesidades de esta nueva protagonista más capaz de pelear por sus deseos y contra sus miedos.

Por otro lado, la estrategia favorita del antagonista (enrocarse como en el ajedrez, intentar no escuchar al otro y sencillamente bloquear intelectual o emocionalmente la empatía y la propia escucha de los conflictos internos), que suele dar buenos resultados ante un protagonista poco motivado o capaz, encaja demasiado bien con el concepto de ‘máscara emocional’ con el que tanto ‘doy la brasa’ en mis clases (y tomando cañas ;-). Así, una persona que intenta proteger su vulnerabilidad evitando mostrar sus emociones, se sentirá mucho más cómoda en este papel que si, como protagonista, se viera obligada (suele pasar) a revelar sus verdaderas razones y la importancia emocional que tienen para ella. Por decirlo de algún modo, uno puede negarse a cambiar sin tanta necesidad de mostrar sus emociones, ya que no necesita convencer al otro.

Además, el antagonismo 'por sistema' puede entroncar perfectamente con la reactancia, ese fenómeno psicológico que, a ciertos gilipollas nos lleva a negar sistemáticamente cualquier intento de cambio o propuesta que venga de fuera, leyendo que estamos defendiendo nuestro derecho a no sufrir injerencias externas, cuando la verdad es (casi) siempre que tenemos miedo de cambiar y nos molesta que nos empujen a ello.

Ahora bien, no todo el mundo prefiere ser antagonista, ni mucho menos. Hay personas que se sienten más motivadas ante el reto extremo de intentar convencer a la otra parte con sus argumentos, con su verdad (o sus mentiras), desnudándose emocionalmente con la esperanza de que, al otro lado, no encontrarán una piscina vacía, sino una antagonista que, en parte por el Síndrome del Antagonista Amable, pero también en muchos casos por sus propios conflictos internos, podría verse empujada a ceder (o, al menos dudar) ante el dolor evitable o la felicidad alcanzable para una o las dos partes si cambiara el status quo. Estas personas suelen perder más a menudo de lo que ganan, pero, si son capaces de gestionar sus miedos, crecen enormemente en cada 'lucha' sin importar cuál sea el resultado. El dolor es inevitable, pero el sufrimiento es opcional, por lo que muchas veces, en mi opinión, pelear es en sí más importante, placentero y conveniente que ganar, que es un resultado deseable pero (si no se tiene miedo) no necesario para la supervivencia. Aquí, si yo fuera el Robin Williams en 'El club de los poetas muertos' entonaría el 'carpe diem' como propuesta actoral y vital ;-)

Ciertas personas viven el protagonismo como una oportunidad de lucimiento ante los demás y ante sí mismos, como una manera de probarse y crecer. Asumen mejor el riesgo al ridículo o el rechazo movidos, quizás, por una necesidad de conseguir la aceptación propia o ajena a la que no basta con quedarse como están. 

Desarrollo, para terminar, esta visión, que hace poco que he aprendido (gracias, alumnas mías, por las enseñanzas de cada gesto, cada mirada, cada palabra y cada acción): en el mundo hay muchos tipos de personas, pero en lo que se refiere a la búsqueda del amor, la aceptación o el respeto, lo voy a dejar (simplificando hasta el absurdo) en dos. Por un lado, las personas que desean ser amadas por lo que son, y no tanto por lo que hacen, que preferirán indefectiblemente el antagonismo. Curiosamente, este grupo se divide en dos totalmente opuestos: las que se aman o valoran tanto que sienten que no tienen ninguna necesidad de demostrar nada a las demás, y que viven un antagonismo eterno basado en que su status quo vital ya es difícilmente mejorable y no merece ser arriesgado. O sea, hay personas que antagonizan casi por sistema porque se quieren tanto y quieren tanto su vida que preferirían vivir para siempre en el paraíso que es su existencia. Desde aquí, mi respeto, admiración y envidia insana a los miembros de este selecto y reducido grupo (y también mi advertencia: '¿seguro que no es miedo al cambio?'). Por otro lado, hay antagonistas ‘eternos’ (de esta mierda también, se sale, tranquila ;-) que lo son porque sienten que sus actos,  sus palabras, sus pensamientos o sus sentimientos son de tan poco valor que difícilmente contribuirán a que se les ame por ellos. De hecho, este tipo de personas (que quizás sea el más numeroso) vive en cierto modo limitado por sentimientos de vergüenza o baja autoestima que les hace creer que su mejor opción de ser o seguir siendo queridos por los demás es intentar ser invisibles y no demostrar la falta de belleza y valor que parecen percibir en sí mismas.

Para terminar (ahora sí, aguanta que ya casi has acabado ;-) queda el grupo de los protagonistas eternos: las personas que sienten que son más valiosas por lo que hacen, piensan, sienten o dicen que por su propia verdad o mera existencia. Así, ciertas personas sienten (vale: sentimos) que necesitan siempre captar el foco de su entorno, promover cambios, tener iniciativas que les hagan más valiosas y queridas, en muchos casos porque tienen dificultades para aceptar que ya eran queribles estando quietas y calladas. Este grupo, numeroso también, suele coincidir con personalidades que han tenido dificultades de adaptación social que en muchos casos se ve agravada por esta actitud que les convierte en personas demasiado enérgicas, demasiado ansisosas por agradar o dominar (según el concepto de amor que tengan), y que en muchos casos resultan invasivas y acaban provocando el rechazo, que creían merecer si no hacían algo para evitarlo, por sus actos.

Supongo, o quiero suponer, que la excelencia actoral y la paz vital tienen que ver con alcanzar un equilibrio con uno mismo, para el que como siempre la principal traba será el miedo, entre amarse lo suficiente como para aceptar que la otra parte (una persona, todas, tú mismo) puede amarte sin necesidad de que tengas que convertirte en un torbellino de acción y cambio (por lo que no siempre hace falta protagonizar) y, al mismo tiempo, amarse lo suficiente como para saber que las propias acciones, pensamientos, emociones y palabras son tan valiosas y bellas para el otro que sí serán aceptadas y amadas. 

Así podremos ser protagonistas y antagonistas, en el escenario y en la vida, como elección basada en lo que queremos, somos y podemos realmente hacer en cada momento, en lugar de por la simple inercia de una elección vital (que me amen por lo que soy, que me amen por lo que hago) que sólo porque nos ha permitido sobrevivir hasta ahora nos parece suficiente. No, amiga, la vida puede ser mucho más de lo que es. O mejor: puedes hacer tu vida mejor de lo que es.

 Tú puedes ser mucho más de lo que eres: basta con que dejes de hacer cosas para que los demás te amen (o no te rechacen) y con que dejes de impedirte hacer cosas para que los demás te amen (o no te rechacen). 

O sea, quiérete. Lo mereces muchísimo. Y lo puedes hacer. Así que hazlo. Sin miedo, la vida es mucho más mejor.

2 comentarios:

  1. Gracias Fer, me siento identificado en las descripciones: preferencias de ser antagonista por miedo. Trabajaré esto en el próximo curso. 😘 😘 😘

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