El ser humano tiene un gran talento y maldición: la capacidad de poner en duda o incluso negarse a ver hechos del mundo que le rodean (y de su interior) para adaptarlos según su conveniencia psicológica.
Así, por ejemplo, es como parece funcionar el mecanismo del shock. Cuando recibimos una noticia devastadora o sufrimos un trauma, nuestro cerebro es capaz de dosificar nuestro acercamiento al dolor haciéndonos negar o dudar lo que ha ocurrido.
También, en otro orden de cosas, somos capaces de olvidar las normas y principios aprendidos cuando, tras haber cometido algún delito o mala acción, necesitamos ajustar nuestra cosmovisión para crear un nuevo mundo en el que podamos vernos como buenas personas. ‘No tenía más opción que hacerlo’, ‘no es tan importante’, ‘las normas están para romperlas’... nos cuesta menos hacer esta adaptación interior de la realidad que aceptar que somos malos y egoístas a veces.
Es un mecanismo bastante eficiente que nos mantiene estables (a cierto nivel) aunque a largo plazo será difícil de mantener. No somos tan buenos, al fin y al cabo, mintiéndonos a nosotros mismos y estas adaptaciones parecen ser una huida hacia adelante de la que no solemos salir indemnes. Antes o después tendremos que asomarnos al abismo interior que llevamos dentro, con sus luces y sus sombras.
Las ‘personas normales’ pueden permitirse el lujo de aplicar este talento, aunque seguramente sería mental y vitalmente más higiénico desarrollar otro talento que, por suerte y desgracia, los actores no podemos permitirnos olvidar: la capacidad de aceptar.
El trabajo de la actriz es mirar dentro de sí con valor y honradez, de mirar a los ojos a su asesina interior y aceptar que está ahí. Porque solo aceptando lo bueno y malo que hay en nosotros podremos acercarnos a nosotros mismos, a nuestros personajes y a nuestro público desde la verdad.
Las personas somos vulnerables y crueles. Somos ridículos, envidiosos, miserables a veces. Somos tontos. Aceptar esta verdad es la mayor liberación que una persona puede alcanzar (redios, qué tranquila hubiera sido mi vida si hubiera sabido lo facilísimo que es todo cuando se puede decir ‘no lo sé’ o ‘no soy capaz’). Pero aceptar todo esto parece atentar contra nuestra, generalmente, maltrecha autoestima y al principio se hace más que cuesta arriba. Sin embargo, para la valiente que se atreva a mirarse al espejo y aceptarse hay premio gordo, quizás el mayor premio gordo de todas las loterías de la vida: el descubrimiento de que, al otro lado de la aceptación, la autoestima es perfecta. Cuando acepto que soy tonto, débil y cobarde, y que los demás también pueden serlo, termina el juicio crítico que he aplicado a todos y a mí y empieza la paz. Cuando uno recorre ese camino empieza a dejar de tomarse en serio, por fin, a sí mismo y al mundo. Reírse de tus defectos y tus envidias, y de las de los demás, sin acritud y sin juicio, podría ser el secreto de la felicidad duradera. En cualquier caso es el de la calma y la paz vital.
En el teatro es imprescindible, porque no puedo hacer el papel de asesino cruel con verdad si no puedo aceptar que hay un rincón de mi alma en el que ver sufrir a otros resulta interesante, reconfortante o sencillamente divertido.
Todo lo dicho vale, y con las mismas consecuencias y trabas, para las virtudes tanto como para los defectos. Aceptar que se es también bueno, inteligente, prudente, bello, sexi, atractivo, interesante conlleva incluso más trabajo y requiere el mismo valor. El premio es el mismo: amarse por fin.
Como intérprete, o como persona, te animo a que empieces la tarea de aceptarte y aceptar. A que dejes de juzgar a los demás y de juzgarte a ti mismo (con frecuencia una cosa implica consciente o inconscientemente a la otra) y te tomes menos en serio. Te queremos igual aunque seas idiota, un vago o una envidiosa. De hecho, me doy cuenta mientras escribo todo esto de que todos los que me querían supieron mis defectos antes que yo, y que mis burdos intentos por disimular lo cabrón (y lo hermoso) que soy han ido siempre contra mí.
En la escuela de teatro en la que trabajo incidimos mucho en el trabajo para controlar las máscaras personales, y los mejores resultados vienen siempre de la aceptación. Acepto que tengo miedo y dejo de ir de borde. Acepto que los demás me quieren y dejo de ir de payasa.
Acéptate y ¡fuera máscaras!