jueves, 23 de noviembre de 2017

Interpretación y empatía: confluencia y catarsis

Los humanos somos seres sociales. Hemos evolucionado para poder convivir con nuestros congéneres, y una de las adaptaciones que hemos sufrido (como otros mamíferos superiores) es la aparición de la empatía: la capacidad de identificar y, hasta cierto punto, compartir, la emoción de la persona que tenemos delante.

Nuestro cerebro tiene las llamadas "neuronas espejo" cuyo trabajo consiste en leer (escuchar, diríamos en teatro) la emoción de la otra persona y provocar respuestas en nosotros que tienen que ver con esa emoción ajena. La compasión, la risa pegadiza o el bostezo contagiado serían ejemplos de esto. La ausencia total de empatía impide a una persona relacionarse emocionalmente con otras (un psicópata o un sociópata serían casos extremos).



En ocasiones, por diversas motivaciones que van de lo fisiológico a (más frecuentemente) lo psicológico y social, las personas desarrollamos una super-empatía: la confluencia. Las personas confluyentes tienen dificultades para distinguir sus propias emociones o necesidades aislándolas de las de los otros, en muchos casos sacrificando su propia opinión o conveniencia en aras de calmar o "curar" a la otra persona. La confluencia es un exceso de empatía que supone un problema vital para quien lo sufre. Salvo que sea un actor o actriz: en ese caso la confluencia es un don impagable (aunque en lo personal conlleve los mismos problemas que para cualquiera).

La confluencia es, en mi opinión, la base de la catarsis. Ya he hablado antes de este concepto, la razón principal por la que las personas consumimos teatro, cine y otras artes. Como espectador, ver a otra persona viviendo un momento de gran potencia personal despierta mi empatía (quizás incluso mi confluencia) y me provoca una respuesta emocional interna gracias a mis neuronas espejo. Como, además, esas emociones no son mías ni de alguien a quien quiera o me preocupe, el proceso de inhibición emocional que tanto me ha costado desarrollar como ser humano para "protegerme" de las emociones (y que tanto me ha costado retirar para desarrollarme como actor) no es aplicable, así que me "doy permiso" para sentir. Gracias a la distancia que hay entre el personaje representado y yo, confluyo con la emoción que la actriz está representando y, siempre como espectador un poco alejado de la historia, me permito sentir emociones que en mi vida tengo limitadas o al menos lo más dormidas que puedo: miedo, amor, deseo, tristeza, envidia... toda la colección. Así es como el teatro nos sirve de "banco de pruebas" de las emociones. El teatro es un simulacro de vida emocional a la que puedo pegarme porque no es verdad, porque no hay ningún riesgo para mí, ya que la función acabará en un rato y yo volveré a mi letargo emocional con calma y tranquilidad, tras haber permitido a mi corazón un rato de vivir de verdad lo que, seguramente, debería vivir en mi vida cotidiana.

Pero la confluencia juega un papel aún más importante en el teatro. El otro día, ensayando con una estudiante de interpretación especialmente talentosa, entendí de golpe el mecanismo que nos permite a muchos actores encarnar con verdad emocional y vital a nuestros personajes: confluimos con ellos. Activamos nuestras neuronas espejo no contra el estímulo visual y energético de alguien que tenemos delante, sino contra nuestro recuerdo o imaginación del personaje al que queremos acercarnos, o contra nuestro propio recuerdo en una situación (confluyendo así con nosotros mismos ¿no os explota la mente sólo de pensarlo?). Siempre me había llamado la atención el altísimo índice de confluencia que he podido observar entre los actores y actrices de los que me rodeo, y ahora sé por qué: primero, quizás llegaron a la interpretación en búsqueda de una catarsis interior (sí, los actores también hacemos catarsis en nuestro acto de encarnación del personaje); segundo, nuestro entrenamiento nos lleva a un mayor nivel de confluencia, mucho más allá de la empatía, en la que perdemos nuestra propia emoción del momento actual con el siguiente mecanismo: de algún modo (recordando una situación anterior o imaginando una situación de una tercera persona) activamos nuestras neuronas espejo con un estímulo interior (un recuerdo, unas circunstancias imaginadas, la imagen de un personaje) o uno exterior (escuchando a nuestros compañeros de escena) y, en lugar de reprimir la emoción provocada, la dejamos fluir todo lo que podemos y la proyectamos hacia los otros actores y el público, provocando una cadena de confluencias (la catarsis) en la que todo el mundo está deseando participar.

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