El miedo es la mayor limitación que un ser humano (y una actriz) pueden experimentar. Nos bloquea, nos detiene y nos frena.
El miedo tiene una misión clara: protegernos. La selección natural nos ha ido dotando, generación tras generación de los distintos mamíferos de los que procedemos, de esta herramienta que nos mantiene alejados de los peligros del mundo que nos rodea. Por desgracia, este sentimiento, que debería activarse cuando nos asomamos a un precipicio o se nos acerca un depredador, se ha visto, con la aparición del cerebro y el corazón humanos (alma, psyque, cada cuál que ponga el nombre que quiera), activado por estímulos mucho menos lógicos y razonables.
Las personas aprendemos (y nos enseñamos unos a otros) a temer demasiado. Es una trampa de amor que los padres aplican a sus hijos, que aplicamos a nuestras parejas, a nuestros amigos: queremos que estén a salvo y preferimos inculcarles demasiado miedo antes que quedarnos cortos. Una de las mayores muestras de la soberbia humana es creer que el mundo es un lugar controlable y que con miedo, precauciones y preocupaciones conseguiremos mantenernos a salvo y felices, como si el mundo no fuera un caos ingobernable imposible de anticipar. Todos los actores sabemos que nadie está seguro en casa.
Nos enseñamos unos a otros a temer cosas tan estúpidas como el ridículo, el cometer errores, el quedar mal, el perder amor, el ser rechazados... Situaciones que, aunque no son agradables, no supondrían nuestra destrucción ni un peligro si no fuera por el propio miedo que sentimos, y que en general es la única consecuencia negativa y perdurable que pueden tener.
Quien no teme a ese tipo de cosas es libre para vivir, para fluir, para amar con libertad. Quien no tiene miedo consigue cambiar el "necesitar" a alguien por el "querer estar" con alguien. Cambiar "tener prisa" (miedo a lo que podría no pasar) por "tener ganas" (deseo feliz de que algo ocurra).
En el teatro, nada impide avanzar o trabajar tanto como el miedo. En la mayoría de los casos son miedos absurdos, infantiles casi, a situaciones que son muy poco probables, para empezar, y nunca tan terribles de vivir como parece en nuestros temores, para terminar. Quien ha vivido en un escenario sabe lo que es tener un mal día, fracasar, contar un chiste que no haga reír, olvidar un texto y otras situaciones así, y sabe que no son los mejores momentos de una vida, pero que tampoco dejan cicatrices en el alma ni destruyen (ni siquiera duelen) una vez se ha superado ese miedo, que es el verdadero motor del dolor percibido que pueden producir.
Por otro lado, quien se libera del miedo, es libre. Libre para decir la verdad, para no juzgarse, para no temer a los demás ni dentro ni fuera de la escena. Libre para aceptar su cuerpo, su personalidad, sus miserias y limitaciones, para mostrarse vulnerable, para enamorase y demostrarlo, para odiar, para estallar en furia sin temer a su propio asesino interior. Para convertirse en artista trascendiendo el humano. Para volver a ser un animal (qué gracia me hace recordar cuando creía que las personas crecemos desde el animal hacia la humanidad, ahora que sé que detrás de la humanidad está el regreso al animal, que es nuestra esencia y nuestra verdad).
Interpretar es vivir una vida destilada e intensa, es como una vacuna antes las enfermedades como el miedo, una terapia de choque. Esa es la buena noticia: con el teatro perderás poco a poco tus temores (o muy rápido, depende del miedo que tengas a perder el miedo ;-) Hay una noticia aún mejor: vivir (y actuar) sin miedo es, además, infinitamente más fácil, más placentero, más descansado.
La tercera parte del tiempo de una clase de teatro se destina a menudo a animar a la alumna a dejarse llevar, a descontrolar y perder sus miedos. Las otras dos terceras partes son para la alumna (y para el maestro) el absoluto deleite de ver a una persona trascender, dejar de ser esclava, estallar en luz y belleza y crear arte mirando directamente al abismo de su alma y enseñándonos a los demás a ser igual de valientes.
Por eso mis alumnas son mis heroínas. Por que todas (alguna más que otras) me enseña cada día a vivir sin miedo, libre. Me demuestran a cada paso que todos somos infinitos y perfectos.
Por eso es una suerte tan increíble compartir camino con ellas, que son a la vez mis alumnas y mis maestras.
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