La vida es fácil. Somos cuerpos con instintos, corazones con emociones y cerebros con pensamientos. Lo cierto es que esas tres partes nacen funcionando sincronizadas y armónicas, pero que al avanzar en nuestro recorrido vital solemos romper el equilibrio en el que viven, sobre todo porque vivimos en un mundo intelectualizado, en el que nos educamos unos a otros para "pensar con la cabeza". Error.
Acompaño todos los días a seres hermosísimos, a mis amadas alumnas y alumnos, en un regreso hacia la sencillez del instinto, de la intuición, de las emociones naturales, simples y poderosas que, por la mayor carencia formativa de nuestra sociedad (la emocional) tienen a veces mezcladas, incluso anuladas en muchos casos, por procesos mentales y cerebrales que aportan muy poco de positivo al trabajo de la actriz, y quizás aún menos al vital.
Cierto que hay personas con talento natural, con facilidad para el instinto y la emoción, pero incluso estas suelen necesitar un pequeño empujón. En otros casos es una labor larga y dura, que puede suponer una ruptura con esquemas vitales que exigirá un precio o, cuando menos, grandes dosis de trabajo y valor.
Es natural que sea así: nos educamos en el miedo (a los peligros reales y ficticios, a la emoción, a la vida, al deseo) y, para sobrevivir, desarrollamos la creencia de que para estar a salvo lo que hay que hacer es "evolucionar" hacia el pensamiento, refugiarnos en una vida que nos ofrece la falsa calma de la maldita ilusión del control. Aprendemos a engañarnos en la absurda creencia de que si pensamos, si hacemos "lo correcto", si elegimos qué emociones sentir podremos gestionar nuestra vida para mantenernos a salvo.
La verdad es que la mayoría, la inmensa mayoría, de las limitaciones y los miedos y miserias de la vida los creamos nosotros de la nada. En algún punto dejamos de escuchar a nuestro corazón, a nuestro niño interior, y cedemos el control a la voz de nuestro padre, de la sociedad, al adulto evolucionado que aprendemos a admirar al principio de nuestra vida y en el que aspiramos a convertirnos. Creo que en parte el problema es educativo y tiene que ver con el desarrollo temprano y creo, además que hay un culpable claro: el miedo de los adultos a vivir y mostrar sus emociones.
Cuando yo era niño me sentía perdido (como ahora) un poco asustado (ahora mucho menos) en un mundo inmenso e incontrolado, y veía a los adultos (mis padres, sobre todo) como seres sobrenaturales dotados de un conocimiento de la vida y de una seguridad ilimitadas. Eran (y son, aunque luego aprendí que estaban tan perdidos como todos) mis superhéroes particulares. No parecían tener miedo, ni tristezas, ni angustia. Parecían tener las llaves de todas las puertas de la vida, las respuestas, los secretos. Ahora sé, claro, que eran personas preciosas y complejas, con emociones que elegían no mostrar para protegerme de su propio desconcierto. Supongo que debe ser así, o que al menos es muy difícil que se haga de otra manera, pero ahora que hablo con tantos niños y adolescentes, y con tantos adultos, de sus emociones, sus miedos y anhelos, he alcanzado una conclusión hermosa y terrible: todos estamos perdidos. Niños y adultos por igual, ninguno sabemos lo que estamos haciendo, ni lo que pasará mañana. No podemos controlar el amor, la salud, apenas el dinero y en ningún caso el destino.
Se me ocurre que si los adultos tuviéramos el valor de mostrar eso a los niños, de dejar que nos vean llorar o temblar, o reír o amar, quizás aprenderían que eso es lo normal, lo natural, que todas las emociones forman parte de la vida y que todas son buenas y necesarias, si aprendemos a escuchar sin miedo a nuestras verdades interiores ni al presente, ni al pasado, ni al futuro.
La buena noticia para los adultos y adolescentes para los que esto no llega a tiempo, es que existe el teatro. El teatro es el juego definitivo, quizás nuestra característica más única como especie, y es una vía de aprendizaje que nos lleva de vuelta a nuestra niña interior, que equilibra cuerpo, corazón y mente, da escape a las emociones reprimidas, recarga nuestra autoestima y nos ayuda a enamorarnos del mundo y de nosotros.
Desde el fondo de mi corazón, y aunque, como profesor y director de una escuela de teatro sin duda no puedo ser parcial (ni quiero) con este tema, os invito a todos a que invitéis a todas las personas de vuestro entorno a vivir una experiencia "life-changing", que dicen los yankees. A un camino que nos ayuda a progresar en el complejo conocimiento del mundo de nosotros mismos para intentar llegar al otro lado: más allá de la complejidad hay una simplicidad nueva y hermosa, infantil e ingenua, en la que unas pocas verdades (que se sienten más que ser comprendidas) nos llevarán a la felicidad vital y al arte, a la creación: al teatro.
Me diréis alguno que en este post he hablado poco de teatro. No mis alumnas, seguro, que saben como yo, que no hay ruptura entre vida y teatro, y que no se puede (¡ni queremos!) hablar de una sin el otro. Aprender a actuar enseña a vivir y aprender a vivir enseña a actuar.
¡A vivir!¡Y a actuar! ;-)
Maravillosa entrada.
ResponderEliminarYo soy pura emoción y cosas que siento, que son infinitas, por eso a veces voy sin piel, sin coraza y sin filtros. ¿Que sería la vida sin las emociones? Y para vosotros los actores es casi el 80% de vuestro trabajo. Mostrar emociones debería de ser lo más normal del mundo y no darnos vergüenza por mostrarnos así.
Vivir sin piel a veces es necesario.
Un fuerte abrazo.